Las
sociedades, las culturas, las civilizaciones, en definitiva, los grupos sociales,
envejecen , y lo hacen del mismo modo que las personas, a su imagen y
semejanza. Nacen, crecen, se reproducen y mueren cuando han dado de sí todo lo
que son capaces de dar. Quizás el síntoma más evidente del envejecimiento de
una cultura sea precisamente el conservadurismo, derivado del deseo de que nada
cambie, de que las ideas y principios perduren en una especie de vegetativo
tedio, en el que el pensamiento y el comportamiento social se vuelven
predictibles.
Contra
ese estado se revelan, de manera constante, las tendencias de las nuevas
generaciones, intentando romper el equilibrio impuesto desde los rancios
órganos de poder, se encuentre donde se encuentre.
En una
sociedad sana y eficaz debería forzosamente ponerse en los dos lados de la
balanza, y a partes iguales, un respeto por la tradición, por sus mayores, por
su historia y sus costumbres, pero en el otro lado tendría que colocarse un
rotundo sí al impulso que las nuevas semillas de las ideas nacientes e
innovadoras ofrecen, y que no son sino los retoños de un nuevo sistema que quiere
brotar, la renovación del ecosistema social.
Demos
la bienvenida en estos tiempos a la imaginación y aceptemos renovar este
sistema, antes de que fallezca de pura vejez y decrepitud.
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