Que cada vez somos menos anónimos en esta cultura de la sobre-información no es ninguna novedad a estas alturas.
De manera progresiva, nuestros límites interiores relativos al carácter, ideología y conocimiento se van perdiendo en los mares siempre revueltos del intercambio de datos -que no de conocimiento- que padecemos en el mundo desarrollado.
A menudo observo cómo la indiferencia se apodera de nuestro modo de ser mientras nos sabemos espiados en nuestros usos y costumbres a través de Internet, traceados nuestros movimientos en mapas y antenas celulares y controlados, de algún modo, por los grandes sistemas de la red global. Ni siquiera nuestros sistemas de relación son íntimos, pues somos esclavos de nuestro muro y de lo que allí se publica, dejando el control de nuestra matriz de contactos a la ingeniería social de redes como Facebook, Tuenti, linkedin y otras tantas.
Y mientras menguamos y venimos a ser menos persona y más superficialidad, nos esforzamos en no quedar perdidos en el anonimato de la red, intentando brillar con luces de neón a través de los mensajes que emitimos, esos que dicen que, en el fondo, no tenemos nada que decir. Como éste que estoy ahora escribiendo.
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